A vivir que hay mucho que hacer.

Ahora que he cumplido ochenta y tres años de vida, quiero hacer un reconocimiento de los dones que Dios me ha regalado y describir la grandeza de vivir para seguir descubriendo la misión que me ha encomendado:
Agradezco a mis ancestros: abuelos por las cuatro ramas, por el ejemplo de trabajo y dedicación que me ofrecieron. A mis padres que, con su vida sencilla y pendiente de la atención y sostenimiento de su familia, me enseñaron que el compromiso se vive en todo momento y hasta el final, que la honradez y el trabajo permiten que la noche se convierta en descanso y reposo para la recuperación de las fuerzas necesarias para seguir adelante.
Agradezco por mi trayectoria de educación académica que me ha permitido llevar a cabo un trabajo por más de sesenta años y que haya sido una sencilla fuente de ingresos, pero ingresos al fin, y sin desperdicio me ha permitido independencia y hasta cierta oportunidad de algunos caprichos que me han permitido tener objetos que atesoro con valor invaluable, aunque monetariamente no representen cuatro reales.
Agradezco que haya muchos niños que estén dispuestos a escuchar lo que, para su desarrollo, puedo ofrecerles, a pesar o, tal vez por encima de lo que les ofrece la tecnología y la inteligencia artificial. La mía, mi inteligencia, poca o mucha, es real, no sintética y por ello me encanta verlos abrir los ojos cuando, explicándoles o platicando sobre cualquier aspecto, comprenden algo nuevo y encuentran la oportunidad de aplicarlo.
Agradezco por los primos, casi hermanos, por esa complicidad que hemos podido mantener desde niños y que, a pesar de haber traspasado todos, la llamada tercera edad, casi cuarta, en cada encuentro, volvemos a recorrer esa infancia que sigue viva y que nos hace sonreír al traerla al presente.
Agradezco a las amigas de siempre y a las más recientes, que conocen mis secretos y que también han sido parte de ellos, porque no me han dejado en el camino y, juntas, hombro con hombro, conformamos esa red de apoyo y cariño incondicional y han desdibujado la soledad.
Agradezco a los sobrinos, hijos de esos hermanos que comparten genética y costumbres y que siempre he sentido como si fueran un poco míos.
Pero para lo que no encuentro palabras es para agradecer en mi vida por esos cinco hijos, con esa certeza de que son míos, aunque no han sido para mí sé que son míos y representan el oro amarillo, el oro negro y el oro azul de la vida. Ante ellos, levanto la vista al cielo y digo: a ochenta y tres años de mi recorrido no hay nada que se les compare para definirlos en la lengua castellana, que es la única que domino, y que no tiene vocablos para expresar la riqueza de su presencia en mi vida y a quienes ellos han elegido para compartir su vida porque juntos, para colmo, me han ofrecido la constelación más hermosa de trece estrellas que, con luz propia y de distintos colores y formas, me dicen, al referirme a ellos cada mañana: a seguir viviendo porque a no te los puedes perder.
Por todo esto, agradezco a mi Dios, con estas simples palabras que Él, en su grandeza, sabrá darles la dimensión precisa.
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