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Abuelear: una función de alegría - Marichoni

No hay abuelo que no

adore a sus nietos

Víctor Hugo

    Érase una vez un abuelo que construyó un frontón para sus nietos, un abuelo que les compró raqueta y pelota para que lo usaran, Él, a sus setenta y cinco años, se echaba un partidito con más garbo que sus jóvenes contrincantes.


    Ese abuelo, cuando terminaba el juego, atraía a los pequeños para contarles el cuento que empezaba: Margarita, está linda la mar y el viento lleva esencia sutil de azahar y terminaba con ese mismo verso para que se imaginaran ser esa princesa que quería cortar una estrella, hermosa metáfora para invitarlos a alcanzar algo grande. Algo, que a simple luz parecía inalcanzable y que, con un poco de esfuerzo, se obtendría para hacerla un prendedor.


    Ese abuelo que construyó un frontón para sus nietos, quería hacerles saber que la vida se alcanza cuando se ve proyectada a lo grande y media para ello, poner mucho, mucho esfuerzo.


    Llevaba a los nietos a pasear a un tranquilo Chapultepec pero que, para su visión de ese tiempo, comentaba con un poco de asombro: qué tránsito tan pesado, a lo que una de las pequeñas le contestaba: abuelito, ¿no te gustan los coches así, todos formaditos? ¿Qué hubiera dicho ante el caos vial diario que se vive no solo en Chapultepec, sino en toda esta urbe indomable?

    Érase otra vez otro abuelo, este mucho más callado, no contaba cuentos ni poemas a sus nietos, pero los miraba arrobado, les tomaba fotos todo el tiempo, dándole gracias a Dios por su existencia. Este otro abuelo, le compró a uno de sus nietos un traje verde, no muy bonito que digamos, sin embargo, el niño no se cambiaba por otro niño ni anhelaba un nuevo traje que no fuera verde, ese se lo había regalado su abuelo, quién era alguien que, en el silencio que dejaban sus pocas palabras, representaba ese amor incondicional y el ejemplo constante de integridad y honestidad a prueba de todo, dispuesto a hacer lo que fuera oportuno y aún lo inoportuno, con tal de darle gusto a ese grupo de niños que reconocía como sus nietos.


    Era cocacolero por labor y por convicción y ese amor a la trasnacional, condenada ahora por la sociedad de la salud y del cuidado personal, quedó de tal manera en el inconsciente colectivo familiar que ningún miembro de la siguiente generación confundiría la Coca Cola con la Pepsi Cola, denominada como agua de calcetín, como parte de la herencia intangible que ese abuelo les dejó.


  El tiempo pasó, esos abuelos dejaron su lugar, cada uno en su tiempo y en su casa, la cabecera familiar.


    Pero como la vida no se detiene, volvemos al Érase y sigue siendo una abuela, que ama a sus nietos como el resultado de los réditos de todos sus esfuerzos, y les entrega el corazón en ese mensaje nocturno de: buenas noches mi amor, les escribe cuentos y les cuenta su historia para que, aún cuando desaparezca, la encuentren entre palabra y palabra de los escritos que la existencia de sus nietos sigue inspirando.


    El abuelo de Margarita está linda la mar, fue mi abuelo, ese que construyó un frontón para sus nietos, el abuelo cocacolero fue mi papá, ese abuelo que compró un traje verde para su nieto y quien ama con todo el corazón a sus nietos soy yo. Para que no quede duda alguna.



Ilustraciones: Fotografías del Archivo de la Propia Autora


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