Esa tarde, un compositor dejaba caer sus manos sobre las teclas. Los respiros entrecortados se perdían con la pieza que interpretaba y sus ojos naufragaban en la sonoridad de un piano. Buscaba nuevas maneras de ejecución e iban fraguándose poco a poco notas que ascendían en estampida.
Como si buscara la inmortalidad, esperaba contener los acordes en los dedos pero éstos escapaban de la partitura y las hojas brincaban sobre el atril.
Tras varios intentos no lograba comprender lo que pasaba y en su afán por encontrar respuestas, deslizaba sus manos por la caja de resonancia del piano, pero extrañamente apenas alcanzaba a percibir un pelaje suave y bajo sus pies, los pedales se inquietaban.
Entre la luz difusa, las notas se mezclaban con el porte negro de un caballo cuyo perfil era una sombra apenas perceptible que expulsaba bocanadas de humo.
El compositor para disimular su confusión y resuelto a no dejarse derrotar, golpeteó varias veces los pedales tratando de marcar el ritmo con naturalidad pero le resultaba difícil, no alcanzaba los tonos.
Hombre y animal, uno contra otro, se miraban muy de cerca. Sólo se escuchaba el silencio de sus ojos febriles mientras que los compases se unían a la sonata.
El compositor apenas recuperaba sus latidos intensos al pulsar las teclas que lo estremecían. Quiso tomar otro impulso sacudiéndose el malestar pero sus oídos se volcaban en la nada.
Veía un parpadeo salvaje con ráfagas de libertad y no se atrevía a tocar de nuevo porque parecía como si se desprendieran relámpagos. La música se confundía con los cascos del caballo, brotaba diáfana en relinchos y la crin dibujaba instantes sonoros.
En ese momento, miró desconcertado al animal y supo con certeza que se trataba de la fugacidad de la vida que se escapaba en el galope.
Ilustración: Yeba Namor
Texto publicado en el libro "Estancias" Grupo Rodrigo Porrúa
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