
Un viernes todas las cruces cayeron;
las paredes mudaron sus colores,
las fotografías de la infancia envejecieron,
los amaneceres dejaron su piel en el techo.
Un agujero en el muro nació con la caída,
lo primario mutó en terciario,
las cruces reptaron por la basura.
El vacío de la pared desfiguró la cama,
el deslave de las cruces tambaleó la casa.
Uno a uno los ladrillos se reunieron en el suelo,
las vigas se rindieron al descenso.
La desnudez del derrumbe nos despojó de refugio.
Para remendar el desplome,
mi padre colocó cal en la tierra,
quemó los restos del muro,
barrió el perímetro de la casa.
Para expiar la caída,
mi madre culpó a la erupción previa:
“Cuando un pueblo eclipsa,
la cruz flota en la desgracia”.
Como vestigio de un pueblo sepultado,
las cruces
emergían sobre los
escombros
de la casa.
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