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Un recuerdo para los que ya no están - Marichoni

La muerte, esa transición al paraíso


     Noviembre, todo México, por cualquier rincón, se viste de cempasúchil, se prepara para invitar a los que ya se fueron del mundo, a regresar, poniéndoles un Altar de Muertos, así lo llamamos y, por lo menos en el recuerdo, desear que regresen a esta Tierra porque se les extraña. Así ha sido desde tiempo inmemorial.

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    Esa invitación que se les hace desde el recuerdo, a quienes en otro tiempo convivían y compartían la mesa y el amor, son la fuente de que los cementerios se hallen llenos de flores y visitas que, tal vez, en otro tiempo del año, no son tan frecuentes.


    Yo no acostumbro poner un Altar para mis muertos, no lo vi hacer a mis mayores, no voy al cementerio, pero su recuerdo no aparece solo en noviembre, todo el año los tengo conmigo, alimentan mi diario vivir y me inspiran a darles la mejor respuesta, que es no solo para mí, sino para honrar su memoria porque de ellos aprendí sobre lealtad, sentido del trabajo y responsabilidad, sobre cómo vivir y cómo ser lo que se dice una mejor persona cada día.


    Mi padre se fue con casi noventa y cinco años y yo, que cerré sus ojos, percibí entre esa cierta adustez de su carácter, la honestidad, la fidelidad y la rectitud y me enseñó a leer entre líneas su amor y su aceptación. Lo amé por su autenticidad.

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    De mi madre, que se fue de la noche a la mañana, en una edad demasiado temprana, aprendí la aceptación de lo que la vida pedía con la alegría posible para cada día, la claridad de su compromiso, a pesar de su juventud casi infancia. en que empezó a ejercerlo con absoluta responsabilidad. La amé porque llenaba la vida a su alrededor.


    De mi hermanito Alfonso, que se fue con dos años y medio y dejó su partida a su familia en desolación, aprendí que podía y puedo ser el medio de consuelo y la oportunidad de recuperar la alegría. No lo conocí porque yo solo tenía ocho meses, pero a través de mis padres aprendí a amarlo.


    De mi abuela paterna, que es con la que más conviví y se fue con ochenta y siete años, aprendí sobre la bondad y el amor en todo lo que hacía, a darle el primer lugar a la responsabilidad hacia la familia que siempre fue su motivación para ser y hacer. La amé por su finura y su ecuanimidad.

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   De mi abuelo que dejó de ir al trabajo solamente el día anterior a morir, con noventa y un años, aprendí la importancia del conocimiento, de aprender para vivir con más consciencia para realizar cualquier acto, por cotidiano que este sea, la dignidad y la aristocracia espiritual fue su carta de presentación, la cual me heredó nada más, así como así. Lo amé por su sabiduría y su integridad.


    De mi Tía Susa, esa madre a la sombra, aprendí a encontrar el sentido de vida en el dar, en el compartir, la amé por su sencillez y generosidad.


    De Tía Teté, hermana de mi mamá, aprendí su capacidad de aceptación y de presencia en los momentos importantes, fue una de mis madrinas y nunca perdí el contacto con ella ni con los suyos.


    De Tía Nena Aranzábal aprendí que, a pesar de las contradicciones de la vida, se puede ser feliz y a sonreír, que en el dar está la alegría y que eso a veces es suficiente.


    Sí, este noviembre creo que no voy a ir al cementerio ni pondré un Altar de Muertos, pero a mis muertos los invito a vivir junto a mí, a seguir siendo mi fuente de aprendizaje y a seguir inspirando mi vida para, cuando lo decida mi Creador, reunirme para ellos en lo que entiendo por la eternidad.



Fotografías del archivo de la propia autora.


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