Voluntad sitiada: la verdadera muerte sin fin - Adriana Ramos L.
- Adriana Ramos L.

- Jul 16
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En Muerte sin fin Gorostiza describe un cuerpo, que más que materia es un alma en descomposición. Desde el inicio, el poema propone una existencia detenida, un yo atrapado entre el ser y su disolución: “…mi ser, apenas, gotea en su abismo” (Gorostiza, 1939/[2019]. Este goteo podría ser la sintaxis de un colapso. El de un cuerpo que ya no se sostiene por su peso, sino que se dispersa y se licua, que se entrega a una temporalidad de fuga. Gorostiza no propone un cuerpo glorioso, lo que nos ofrece es una figura quebradiza, que se borra en su propio pensamiento.
No hay piel que contenga. Hay más bien, un lugar donde la carne se vuelve palabra, y la palabra es un residuo, […] “porque el cuerpo no es más que una celda... donde el alma se pudre a solas” . La carne aquí ya no nombra a la vitalidad, sino a un desecho.
Lo que Muerte sin fin a mi parecer, predijo, no es únicamente una desintegración metafísica del yo, sino un horizonte en donde el cuerpo ha sido mercantilizado, vigilado y estetizado, hasta volverse irrelevante. Donde la vida se ha desplazado hacia una existencia que es mediada por la interfaz. Donde la identidad se define no por lo vivido, sino por lo documentado, por lo editado, y finalmente por lo publicado. Como señala Byung-Chul Han (2013/2021) en la sociedad de la transparencia ya no se reprime, se expone.
Este desplazamiento no es neutro, en los sistemas digitales contemporáneos, la subjetividad ya no se narra, se administra. La extrema derecha actual lo ha comprendido con claridad, se ha reinventado a través de las redes sociales, no como fuerza de represión directa, sino como una gran arquitectura que modela imaginarios, que refuerza estereotipos y que produce enemigos públicos.
Las redes sociales pueden destruir por completo a un adversario por medio de campañas de desprestigio online, linchamientos digitales, cancelaciones masivas o asesinatos de la reputación. Esto nos convierte, de alguna manera, en seres sometidos por aquellos que configuran los algoritmos. Y a su vez, los algoritmos no odian, reflejan el odio que aportan las comunidades que los alimentan.
Tecnofascismo: saturación ideológica y administración de la voluntad
El término tecnofascismo no remite simplemente al autoritarismo mediado por la tecnología. Como señalan pensadores como Rosi Braidotti (2019/[2022] y Byung-Chul Han, su estrategia no es la represión directa, sino la saturación de signos. No la censura, sino la hiperproducción de discursos. En este régimen, el cuerpo ya no es una vida, sino nido de datos, vigilado, traducido en algoritmos. Tratado según lógicas de rendimiento y visibilidad.
Shoshana Zuboff (2019), en su teoría del capitalismo de la vigilancia, denuncia una nueva lógica de acumulación basada en lo conductual, no solo importan nuestros datos, sino los patrones de conducta que estos datos permiten anticipar.
En otras palabras, el futuro se vuelve mercancía. Y la voluntad es entonces, neutralizada antes de desplegarse. Se le domestica mediante entornos digitales en donde todo deseo es capturado, dirigido y devuelto como producto.
La subjetividad está prefigurada. Como apunta Achille Mbembe (2016/ [2019] esto no es solo una biopolítica, sino una necropolítica algorítmica, una tecnología que decide qué vidas valen la pena ser vividas y cuáles pueden descartarse.
En este horizonte, la voluntad —fuerza que históricamente ha transformado toda normatividad, es interceptada antes de nacer. No se le permite desplegar su potencia o su ambigüedad. Se le administra. Se le normaliza mediante imágenes que la prefiguran, la orientan y la devuelven como consumo. La voluntad, en el tecnofascismo, no habita el cuerpo, habita la interfaz. Lo que alguna vez fue carne, ahora es flujo de datos.
Algoritmos, exclusión y estéticas normativas
Si el tecnofascismo modela cuerpos para volverlos predecibles y útiles, esta violencia recae con mayor crudeza sobre los cuerpos feminizados. Estos cuerpos no solo son vigilados, sino reprogramados. Se les exige estar disponibles, pero no presentes, visibles, pero no soberanos, deseables, pero no deseantes. La violencia no es siempre explícita. Opera como instrucción, como filtro de belleza, como promesa de “likes”. La opresión parece haberse estetizado digitalmente.
Los algoritmos que rigen la visibilidad son ciegos al dolor, pero atentos a la normatividad. Privilegian lo blanco, lo delgado, lo joven, lo obediente. Por ejemplo, estudios recientes han mostrado como los sistemas de reconocimiento facial, fallan con más frecuencia en rostros de personas racializadas o trans.
Las estéticas digitales dominantes en redes como TikTok o Instagram replican ideales eurocéntricos y heteronormativos, reforzando un único modelo de existencia aceptable. ¿Dónde quedan entonces los cuerpos gordos, racializados, trans, viejos, enfermos? Quedan fuera de cuadro, como residuos de una estética que no los reconoce. Quedan como en Muerte sin fin, “desposeídos de toda realidad salvo su propia ausencia” .
En EUA apps que rastrean la menstruación se convirtieron en herramientas de vigilancia reproductiva. Un dato aparentemente inofensivo —como el retraso de un periodo— puede convertirse en evidencia judicial.
En China, algoritmos deciden el crédito social de las personas; en países del sur global, sistemas automatizados niegan asilo basados en patrones lingüísticos. La violencia algorítmica no necesita gritar, basta con suprimir, filtrar, ordenar. Basta con exponenciar o no mostrar.
Resistencias digitales y tecnologías del cuidado
Frente a este panorama sería fácil rendirse al pesimismo. Pero como recuerda Donna Haraway (2016/[2020], la tecnología no es buena ni mala, es un campo de disputa.
Desde el feminismo, existen apuestas por tecnologías del cuidado, saberes ancestrales y prácticas digitales que resisten a la lógica tecnofascista. Colectivos como Coding Rights , Tactical Tech o el Cyberfeminism Index, impulsan herramientas para autodefensa digital, pedagogías en privacidad y protocolos comunitarios de protección. Sus acciones no solo buscan seguridad, sino autonomía, habitar la red sin reproducir sus lógicas de control.
También surgen propuestas como el criptrofeminismo, que une la crítica de género con prácticas de soberanía tecnológica, o el activismo transfeminista que “hackea” los lenguajes de la vigilancia para reconfigurar el deseo y el cuerpo. Desde estas trincheras simbólicas se construyen otros imaginarios posibles, interfaces afectivas, datos situados, narrativas que escapan al binarismo y la utilidad.
Volver a la poesía en este contexto no es un gesto nostálgico, sino una forma de resistencia. Porque si algo hace el poema de Gorostiza es recordarnos que la palabra puede vaciar el cuerpo, sí, pero también puede resonar en su ausencia. Y en esa resonancia —en ese temblor entre signo y carne— quizás podamos encontrar todavía una grieta desde donde imaginar otra forma de habitar el mundo. Una voluntad no domesticada, un cuerpo no administrado, una vida sin fin, pero no sitiada.
IG: aramoslop
Bibliografía con enlaces
- Gorostiza, J. (1939/2019). Muerte sin fin. FCE. (https://www.academia.edu/38777166/Jos%C3%A9_Gorostiza_alegr%C3%ADa_y_pesadumbre_de_la_carne_Muerte_sin_fin_Una_lectura_filos%C3%B3fico_literaria)
- Han, B.-C. (2017). Psicopolítica. Herder. (https://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0188-25032016000100153)
- Rosi Braidotti (2019/[2022](https://rosibraidotti.com/about/)
-*Zuboff, S.* (2019). The Age of Surveillance Capitalism. (https://www.shoshanazuboff.com/book)
-*Achille Mbembe* (2016/[2019] (https://scholar.google.com.mx/citations?user=1i7hKfQAAAAJ&hl=es)
-*Donna Haraway* (2016/[2020] (https://www.linkedin.com/pulse/es-machista-la-tecnolog%C3%ADa-ana-bot%C3%ADn-?utm_source=share&utm_medium=member_android&utm_campaign=share_via).
Ilustración: Fotografía de Julien Tromeur en Unsplash



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