Había que levantarse temprano, la misa empezaba a las nueve en punto, -ni una gota de agua, recuerden que van a comulgar y hay que estar en absoluto ayuno. - ¿Qué vestido me pongo mami? –el que te acabo de hacer, Carmen ya lo dejó planchado.
Me encantaba estrenar, ir a misa en ayunas no me incomodaba. Sabía que después iríamos a desayunar a casa de Don Fernando y su esposa. Se habían casado hacía muy poco tiempo y mientras él estuvo soltero, comió en mi casa todos los días. Iban él y mi papá juntos de la oficina, así que sin vergüenza, nos presentábamos en su casa: mis papás y sus cinco hijos, cada domingo a comer quesadillas de queso ranchero, con una salsa de jitomate deliciosa.
Al salir de misa mi papá nos compraba mueblecitos para la casita de muñecas, uno cada semana, mismo que mi hermana mayor secuestraba porque era ella la que la arreglaba, las otras solo podíamos verla cuando ella lo autorizaba. Por ello, cuando pude, empecé a formar mi propia casita de muñecas, si siempre había sido un anhelo, por qué no realizarlo; ya no tenía que pagar colegiaturas ni gastar tanto en el súper, ya no había nadie en casa, así que podía dedicarme a mi casita de miniaturas.
La comida era en casa de mis abuelos, desde que recuerdo, allí fuimos las dos familias: los Uribe Aranzábal y los Uribe Mondragón, hasta el año 1973, en que faltó abuelita y abuelito no tenía cabeza para recibirnos, se había ido su amor de sesenta y seis años reales.
En esa casa había un frontón que disfrutábamos antes de la comida porque por la tarde, cuando no llovía, mi abuelo nos llevaba al parque México a andar en bicicleta mientras él leía el libro del momento.
Pero ¿qué hacían mis papás si los abuelos nos cuidaban? Papá tenía un trabajo muy pesado, viajaba por toda la República, desde Mexicali hasta la selva Lacandona, desde Monterrey, pasando por Querétaro, hasta Chilapa en Guerrero, y quién sabe a cuantos más lugares. Por ello, lo que deseaba era descansar. Mi mamá y mi Tía después de comer jugaban a la baraja con los Señores Toral, lo hacían de cuatro a siete, porque mi mamá, además de coser, tejer y bordar, era un as para la Canasta Uruguaya.
Cualquiera que escuche este relato, tal vez se sentirá asombrado por estas actividades tan simples y repetitivas que a mí me han dejado tan hermosos recuerdos.
Haber traído a la memoria esos domingos, esos días que eran para el descanso, me hace llenarme de gratitud: gracias abuelos por su tiempo y por sus cuidados, gracias, papás por la libertad de cederles la recreación a ellos. Eso era lo que necesitábamos.
Ilustración: Fotografía del archivo de la propia autora.
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