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Las calles - Marichoni

Qué sería de nosotros
si no hubiera calles.

 



    Las calles. Esa traza que hace converger a las casas y a sus habitantes, a los automóviles y a los comercios, que ha permitido ordenar la vida, el movimiento y sus consecuencias, Sí, las múltiples calles que conforman mi ciudad, unas muy concurridas, otras más desiertas.


    Pero de estas múltiples calles solo quiero traer a la conversación a dos de ellas porque son muy importantes en mi experiencia y mis recuerdos personales: la de Huatusco y la de Grajales Robles, que, aunque están en colonias diferentes, se hallan separadas por solamente tres cuadras. Esas dos calles en las que estuvieron asentadas las casas de mis ancestros, en la primera mis abuelos, en la segunda, mis padres.


    Ambas calles están compuestas de una sola cuadra, lo cual las hace únicas e imperdibles.


    La de Huatusco, la que me vio crecer, asistir a los primeros años de escuela, desde la que pude presenciar el funeral de uno de mis ídolos, Jorge Negrete, y que me permitió cumplir con la tarea fundamental que tenía en esa época, jugar: jugar al avión, al cuadro, al frontón, a brincar alturas y anchuras, en la que aprendí a andar en bicicleta, a descubrir la leche Nestlé untada en pan Bimbo y a probar las primicias del chocolate Express en polvo, a esperar al lechero y al panadero para comprar lo de la merienda diaria.


    A jugar a las muñecas y a sentirme mamá de ellas, a apreciar, además de querer mucho a esos abuelos, a esa casa de enfrente, ubicada en el número 23, la nuestra era la del 34.

    Esa calle que me vio dejar la infancia y ver llegar la adolescencia. Esa calle de la que nunca me alejé del todo, hasta que vi perderse la casa del 23.


    Y la calle de Grajales Robles en la que viví con mis padres, en la que me enamoré del vecino de enfrente, yo vivía en el 29 y él en el 28.


    Una calle en la que me sentí dueña del espacio de afuera de mi casa y que convertí en cancha de volley ball, en sitio de reunión de los amigos, en la que aprendí a manejar y a sentirme mayor, la que me conducía a la parada del autobús para ir al colegio y años después a mi primer lugar de trabajo.


   Esa calle que me vio salir de casa vestida de novia a esa Iglesia que también quedaba tan cerca.



    La calle en la que quedaron mis padres cuando todos sus hijos la dejamos para buscar otras calles y a la que, después de treinta y cuatro años de ausencia, regresé en su búsqueda, para vivir en la esquina, desde la cual podía verla seguir de pie.

 

    Sí, a la que regresé para recorrer los caminos de mi infancia y mi juventud y darle valor de presente a esos sitios por los que imaginaba ver regresar a mis padres y a abuelos, para sentirlos comentando conmigo las novedades, los cambios del paisaje, las nuevas tiendas, el cierre del cine a una cuadra, sin olvidar el mercado en el que se abastecían de lo necesario para su familia.


    Sí, regresé a mis calles de antaño para vivirlas en el ahora, para hacerlas nuevamente mías y para recordar no solo los tiempos idos sino a esos seres que me dieron su amor y que, a pesar de su ausencia, siguen alimentando mi diario vivir y me siguen aconsejando cuando surge una duda en mi actuar.


    Las calles, esa traza en la que ahora convergen mis mayores ausentes y mis recuerdos presentes, por las que transito con la libertad de moverme en terreno conocido.


    Esas calles en las que creo que siempre he estado presente y que quisiera estarlo hasta el último aliento.

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