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San Juan Chamula. Chiapas. - Anne Labrousse

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Después de unos minutos en el taxi, en la bonita carretera serpentina rodeada de bosques húmedos, llego a San Juan Chamula.

Está más cerca de San Cristóbal de las Casas de lo que pensé.


Se ve triste el lugar. Rápidamente, rastreo con la mirada la plaza principal para detectar alguna señal de vida, de alegría, de algo acogedor.


Nada. A los lejos, veo hombres vestidos con pieles de borregos.  Unos vestidos de pieles blancas, otros de pieles negras.

Un cinturón negro sostiene el atuendo de piel.


Los hombres llevan sombreros de paja y un bat; como un bat de béisbol.


Tomo fotos.

Rápidamente, casi corriendo, se dirigen hacia mí. Por un instante, pienso que me quieren ayudar.


No. Están sumamente enojados conmigo y me amenazan. Me insultan. Me quieren quitar mi cámara.

Instintivamente, escondo mi iPhone recién estrenado antes de que lo vieran. ¡Qué bueno!


Prometo borrar las fotos de la cámara. Entro a la iglesia. El templo huele a alcohol de caña.

Huele también a agujas de pino, a hierbas, a incienso, a velas encendidas.


Huele a tierra mojada, a sudor, a animales muertos y vivos.

El ambiente es casi irrespirable.


Me doy cuenta de que no soy bienvenida. Soy la única extranjera en este momento. Parece que esta tarde, no hay otro extranjero en todo el pueblo.


Me asombra ver miles de velas encendidas en el piso sobre las hierbas.


Muchas familias están sentadas sobre las hojas. Algunas personas están recostadas.

Las familias se juntan en círculo y murmuran. Los murmuros llenan toda la iglesia.


Los hombres toman mucho alcohol. A cada rato, sacan su botella y toman largos, largos tragos.


Todas las familias traen un pollo en una bolsa de yute. Fingen no tener pollo, pero sí, lo tienen. Muchas miradas furtivas. Esperan que nadie los vea cuando, en un décimo de segundo, sacrifican el animal, para que los dioses contesten sus largas plegarias.


Dejarán sobre las hierbas húmedas, rastro de sangre. Una huella de su presencia, de su creencia, y de su petición.


Un hombre muy grande, chimuelo, flaco, está de pie cerca de mí.


Alza las manos hacia la bóveda de la iglesia.

Con una voz fuerte, le habla a su Dios o a sus dioses.

Es una larga letanía. El hombre no para. Está casi en trance. En todo caso, está muy inspirado y decidido.


Estoy fascinada. No entiendo su idioma pero entiendo sus emociones.

Para cada frase, el hombre tiene un tono especial, sumamente conmovedor. Habla con desesperación, a veces con ternura, otras con modestia, otras veces con enojo. Es una súplica.


Entiendo que habla de su vida, de todas sus penas y que necesita consuelo, ayuda. Necesita que alguien, alguien allá, alguien que dibujó su mundo, le entienda.


Me quedo un largo momento. Después de media hora, el hombre sigue con su asombrosa petición.


Ya me tengo que ir.

Vine a Chiapas con mi mamá, y a esas horas, debe de estar en el hotel.


Me llevo un recuerdo inolvidable. Acabo de ser testigo de algo sagrado.




Ilustración: Fotografía de Rulo Luna

 

 

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