No es la felicidad, pero
calma los nervios
Desde pequeña perdí un poco el valor del dinero por sí mismo, como elemento de colección o como sentido de abundancia.
En casa no se hablaba de dinero, pero poco a poco fui descubriendo que era escaso, aunque nunca ausente, tal vez por ello no tengo memoria de haberlo vivido como motivo de tragedia o fuente de felicidad.
Lo que sí había era sentido de ahorro pues mi mamá, para estirarlo, cosía, bordaba y tejía, así alcanzaba para que estrenáramos con frecuencia, después de medirnos veinte veces las prendas para que quedaran como de diseñador, más bien de diseñadora, ella.
La comida era abundante y estaba en el centro de la atención cotidiana. Recuerdo esa libretita, yo ahora tengo la mía, en la que mi mamá apuntaba el gasto diario: 10 centavos de chiles, $1.00 de bolillos, $25 para queso y fruta. No había gran despensa, se compraba todos los días lo que se necesitaba y para lo que alcanzara.
También ahora me hago consciente que eso era hacer un poco magia con la quincena y qué alegría tendría el mes de febrero en el que la segunda quincena solo tenía catorce días y no como los otros meses que tenían dieciseis o diecisiete. Cuando, después de terminar una carrera corta como fue la de prepararme para maestra, el trabajo remunerado fue una novedad. Ahora ya tenía la parte del dinero que me quedaba para usarlo en lo que quisiera, guardarlo o gastarlo en lo que se me antojara porque la norma de la familia era que la mitad del salario sería para contribuir a los gastos de la casa. Esto no sé si me lo dijeron o fue decisión mía.
Cuando ya todos los hermanos estábamos fuera de casa, a mis papás les sobraban algunos pesos y con ellos se iban felices al Tianguis de antigüedades de la Lagunilla a ver qué se les atravesaba en el camino, eran tan conocidos entre los vendedores que uno les prestaba dinero para comprarle a otro.
Con esta sensación hacia el dinero crecí y cuando tuve que administrar lo que entraba ya tenía gran experiencia en estirar la cantidad del dinero. Mis hijos pronto se las ingeniaron para ganar el suyo y así seguir creando una cadena de una generación a otra para usarlo y no tanto para acumularlo, puesto que crecieron ante la poca emoción frente a una cuenta bancaria de muchas cifras.
Yo he usado el dinero, él no me ha usado. Ahora tengo una cantidad segura por mis años de trabajo, que se llama pensión vitalicia, un techo como resguardo y unos pesos de más para compartir o para dar un paseo por los Tianguis de Viejo, tal como lo hacían mis padres. El dinero es para mí, no yo para el dinero. No sé si será mejor o peor, quién sabe, pero así es como yo lo vivo.
Ilustración: Fotografía de Josh Appel en Unsplash
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