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El hada - Esther Solano


Durante muchos años, ir a casa de mi abuela fue un bálsamo. siempre fui recibida con un cálido abrazo, la más deliciosa comida y un espacio impecable. No había un gran jardín, más bien un patio cubierto por una plancha de cemento irregular, en uno de cuyos costados mi abuela había ido acumulando helechos, geranios y colas de borrego, los cuales, en vez de estar en elegantes macetas, habitaban latas variopintas, que antes habían contenido: aceite para coche, leche o chocolate en polvo. Era común verla regando sus plantas con una manguera verde. Lo hacía con alegría, pero sin alarde.


Una vez puse entre esas plantas uno de mis juguetes, una pequeña hada, la cual misteriosamente desapareció. Para un ser mágico tan pequeño, esa colección de vida vegetal bien podría haber sido una selva inexpugnable, tuve miedo por ella.

- Abue, no la encuentro.

- ¿Qué no encuentras mi´jita?

- Mi hada Ifigenia se perdió, la dejé aquí, junto la planta de flores rosas.

- A ver, déjame ayudarte a buscar.

- Ya ves, no está. – dije mientras rodaban lágrimas por mis mejillas

- No te apures, seguro la reina de las hadas vino por ella. Cuando la vio solita se la llevó con sus hermanas.

- ¿Tú crees?

- ¡Estoy segura! Ven, acabo de hacer tortillas, te enrollo un taquito de sal.


El tiempo pasó, mi abuela envejeció y finalmente hace algunos meses, ella murió. Al mes de fallecida hubo una celebración religiosa, lo que permitió que la familia directa: hijas, hijos, nueras, yernos, nietas y nietos, nos reuniéramos una última vez en la casa de la abuela. Los nuevos inquilinos esperaban impacientes para ocuparla.


Los adultos se sentaron alrededor de la mesa del comedor y mandaron a los jóvenes al patio. Al final de la sesión habían repartido los muebles y principales pertenencias.


Fue fácil distribuirlo todo. No era mucho. Mi abuela era una mujer muy sencilla, sin propiedades. No había grandes cuentas en un banco, tampoco joyas, ni abrigos de pieles que provocaran conflictos entre los herederos e hicieran necesaria la presencia de un abogado. En cuanto a las figuras y platos de cerámica que había en la repisa, cada uno tomó lo que alguna vez había llevado como regalo y pronto quedaron vacías. Lo único que nadie reclamó, fueron las plantas que flanqueaban el costado derecho del patio.


¡Yo la quería tanto! Fue la constante en mi vida, a quien regresaba al final del día de clases. Siempre atareada, sus manos sólo estaban quietas en las tardes, cuando dormitaba brevemente frente al televisor.


En un arrebato, tomé una planta, estaba en una lata de leche evaporada. Era suficientemente pequeña como para deslizarla en mi bolsa-morral y para llevarla conmigo en el transporte público. Supuse que por su tamaño sería capaz de sobrevivir en ese sótano húmedo y oscuro que yo llamaba “mi depa”, un eufemismo para evitar más preguntas.

Me mudé a ese espacio diminuto al terminar el primer año de la carrera, era lo único que mi trabajo de medio tiempo como cajera en una librería me permitía pagar. En las noches de invierno, hacía un frío que calaba los huesos. Cuando llovía mucho, el agua corría alegremente rebotando en los escalones.


Era una sola habitación, creo que les llaman cuarto redondo. Estaba sesenta centímetros por debajo del nivel de la calle. En el interior, sólo cabían la estrecha cama y una mesa: escritorio-comedor-cocina. Además de dos huacales: el primero, donde estaban mi otra falda y dos blusas, y el segundo donde guardaba mis adorados libros y los cuadernos, en los que escribía historias con la esperanza de que algún día, otros las quisieran leer.


Sin embargo, ese cuartucho era mejor que la casa de mi madre, tan desordenada como ella. También estaba libre de sus gritos, no había conversación que no terminara en reclamos interminables de una a la otra. Asimismo, era mejor que la casa de mi padre, quien después de su divorcio, se mudó a un pueblo a vivir una vida ordenada y aburrida. En ninguna de esas casas tenía cabida la estudiante de Filosofía vestida de negro que era yo en esos días. Ninguna de ellas era el nido de mi abuela, donde me sentía segura y bienvenida.


Aquella tarde, luego del viaje en subterráneo y autobús, llegué con el corazón pesado por la pérdida. Empecé a llorar, no podía dejar de pensar en mi abuela. Saqué la plantita del morral, la puse encima del huacal de los libros, porque no había lugar en la mesa. No me di cuenta en ese momento, pero varias lágrimas cayeron sobre las hojas.


Me tendí sobre la cama a llorar, hasta que el agotamiento me venció. Fue un sueño intranquilo y plagado de imágenes. Las fotografías de mi Abuela en tonos sepia se movían como una película muda. Pasaban de dos dimensiones a tres. De pronto, mi abuela salió de la foto de la boda de mi Mamá y su sencillo vestido se trasformó a una bata larga que brillaba con un color tornasol iridiscente. Le brotaron alas en la espalda, enormes y hermosas. Su sonrisa plena. Sus trencitas delgadas y plateadas, siempre sencillas, se alargaron hasta tocar el piso, se engrosaron y oscurecieron. Era mi Abue, pero no octogenaria y frágil, sino eterna y poderosa, se había transformado en una diosa, una guerrera, una amazona de piel morena. Encarnaba a Tonantzin y la madre tierra.


Me miró a los ojos y me tendió sus manos.

- Mi’jita acuérdate que el poder de la vida está en tu vientre, en tu corazón, tu lengua y tus manos.

- Sí, Abue.

- Haz lo necesario para ser feliz, cuídate a ti misma. En tu interior está el poder de transformar y crear.

- ¡Tengo tanto miedo! Sin ti, estoy huérfana.

- No tengas miedo, no estás sola, yo estoy siempre contigo.

- ¡Tengo tanto frío!

- Para dejar de padecerlo, basta que sientas el volcán que arde en tu interior. Busca dentro, ahí está tu propio fogón. Las brasas del fuego creador. Como esa flama bajita que arde por horas, hasta que los tamales están cocidos, pero no secos.

- ¡Ay Abue! ¡Como el fuego para hacer tamales! ¡Ya entendí! ¡Y cómo los voy a extrañar! Esos tamales chiquitos y tan ricos que tú hacías para celebrar los cumpleaños.

- No me olvides, prende una veladora cada Día de Muertos para guiar mi camino, para que ese día lo celebremos juntas. Y compartamos esos tamales, sólo que esa vez te tocará prepararlos a ti.

- Sí, sí. Los disfrutaremos juntas, rodeadas de cempasúchil e incienso. Te esperaré.

- Recuérdame con alegría, no me llores o no puedo seguir mi camino.

- ¡Siempre te recordaré! ¡Te quiero Abue!


Al tocar su mano toda la energía del universo fluyó a través mío. La luz fue cegadora. Sentí cómo se elevaba y cómo era convocada por el sol mismo para ir a su encuentro. No pude sostenerme más y dejé ir sus preciosas y tibias manos.


Entonces, me sentí caer a gran velocidad, a lo largo de un abismo, el estómago en la garganta de tan rápido. Desperté sobresaltada, sudorosa, con la respiración entrecortada, los ojos aún hinchados, pero finalmente, secos de llanto. Sabía que no debía llorar más. Ella estaba bien y era más libre que nunca. Miré a mi alrededor y en aquel rincón de la habitación, encontré la planta que había traído de casa de mi Abuela. Ahora, como por un hechizo, lucía una hermosa flor blanca, pequeña y esplendorosa. Decidí nombrarla Ifigenia.



Ilustración: Del archivo fotográfico de la autora, Esther Solano

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