La casa - Lorena Salmon Demongin
- Lorena Salmon Demongin
- 6 days ago
- 3 min read

Así le llamaban, “nos vemos en la casa”, le decía mi madre a la suya o a su hermano Ricardo. Y es que, aunque cada uno vivía en su casa, esta era LA casa.
Nayarit sesenta y dos, entre Monterrey y Medellín, en la Roma Sur. Una calle de tres cuadras solamente, desde Tonalá hasta Manzanillo. La de La casa es la cuadra menos angosta que, como quiera, tiene espacio para autos estacionados a ambos lados; las otras no.
Mis abuelitos Alberto y Esperanza la adquirieron en 1936. Ahorraron desde que se casaron en el veintinueve, guardaron todo el sueldo del año en que mandaron a Alberto a Ciudad Anáhuac en Nuevo León donde les daban casa y donde sufrieron esos climas extremos con sus tres criaturas: Mercedes, mi madre, Esperanza y Beto. Al término de ese trabajo siguió empleo en México, rentaron un tiempo y le compraron la casa a un señor alemán que por cierto dejó una mesita Bauhaus que yo tengo, y regadera de teléfono.
Era como un chaletito, con su pequeño porche a la entrada, rodeada de jardín por todos lados, con árboles frutales atrás, con dos recámaras, un baño, estancia y cocina. El entonces infaltable cuarto de servicio estaba hasta atrás. Para el treinta y nueve y en La casa nació Ricardo, el pilón, y mi abuelo discurrió ampliar porque cuatro hijos eran muchos con dos recámaras. Contrató a un arquitecto reconocido que además era medio pariente suyo e hizo mucha construcción para añadir otra pieza en la planta baja, un despacho, una escalerona, antecomedor, otro baño en el descanso de la escalera y dos cuartos arriba. Siempre me pareció poco práctico: ¿por qué no hacer tres recámaras con baño arriba de la misma casita y dejar el jardín?
Su faz cambió con un torreón redondo tipo colonial californiano, que era la moda, y el techo se volvió una terraza con un piso bonito y pérgola para las fiestas; ahí fueron los quince años de mi mamá con orquesta y todo, ahí las piñatas de mi cumpleaños, posadas y celebraciones. Así fue como la conocí yo de pequeña. Viví ahí cuando venimos de Culiacán solos los tres con mi mamá. Ahí tuvimos el sarampión y la varicela; ahí casi me paso al otro mundo cuando me tragué todas las medicinas del botiquín; ahí sufrí el ver tantas viejas vestidas de negro cuando murió mi abuelito, que me recordaban a las monjas del kinder de Culiacán que tanto trauma me dejaron.
Mi abuelita, ya viuda, los hijos casados todos menos Ricardo, tuvo la idea de ahora dividir la casota en dos, una adelante, de una planta para ella, que abarcaba la casita original, y otra atrás, un tanto rara, para rentar y así lo hizo. De paso La casa quedó sin torreón. Nunca perdió cosas como las ventanas de madera, la fuentecita de talavera, la regadera de teléfono, el mosaico de nubecitas del baño, que le daban su especial carácter.
Nosotros a La casa íbamos a comer, a hacer algún trabajo que pedían a máquina ya en secundaria, a jugar con Diana, la pastor alemán. Más adelante a recoger a Titita, mi abuelita, para alguna salida, a llevarle mi bebé alguna tarde, a platicar.
Y un día el inquilino de atrás se fue y Titita me ofreció que dejara el departamento que yo rentaba y me pasara ahí, que le pagara lo mismo. Justo se vencía mi contrato y organicé la mudanza en pocos días. Estuve ahí once años. Llegué con Manny de año y medio, ahí nació Diego. Los niños crecieron con el amor de su bisabuela en dosis diarias, yo aprendí muchas cosas de ella, cosas de la vida, de la muerte, chismes antiguos, y toda suerte de sabidurías, que tenía muchas y que compartía mientras comíamos a la sombra de la gran higuera que plantó su padre, o en el coche. Nos encargábamos cosas, nos reíamos, llorábamos, nos procurábamos en las enfermedades. Hasta que a sus noventa y un años calculamos ella, mi madre y yo, que ya no debía vivir sola a pesar de estar yo de vecina.
Quitamos La casa, Titita se pasó con mi mamá, vendió La casa y estuvo ahí año y medio hasta que murió a sus noventa y tres.
Pero a todos nos quedó el espíritu de La casa, algo de sus cimientos nos sigue apoyando y dando sentido. Al menos a mí, sí.
Ilustración: Pintura "Nayarit 62" de Lorena Salmon Demongin
Comments