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La muchacha - Adriana Ortega



Se puso el pantalón con esa larga angustia prendida del cuerpo. Mira en el espejo la sombra en que se había convertido su rostro y sonríe con cansancio. Fue hacia el armario para sacar la blusa, se atravesaron sus camisas. Al recordar la ansiedad con la que ella había desabrochado esos botones, arrebatándole a besos su solemnidad, una lágrima moja sus labios. No quería ir. No, para verlo con los ojos hundidos, cargar sobre su cuerpo, cada vez más flaco, toda la evidencia.


Aquella noche, lo escuchó llegar a pesar de que él se quitara los zapatos. Dejaría que se acostase pensando que estaba dormida, su respiración retumbaba en las paredes y pudo distinguir en la penumbra el rostro descompuesto; lo abrazó, sólo para recibir su rechazo. Al día siguiente, recoge su ropa tirada en el baño; percibe un olor distinto, nota la ausencia de la trusa y la camisa, pero calla. Algo, como un presagio, le ahuecaba el estómago y llora el primer llanto de la larga cadena. Piensa en sus hijas, en la manera en que tuvo que explicárselos; la mentira a medias en nombre de la piedad. La primera comunión de María; Isabel graduada del kinder (el vals de piececitos enredados); la misa juntos viendo a sus hijas con ojos satisfechos.

Si él quisiera ver a las niñas, no debía negarse, pero sintió miedo. Miedo. Supo entonces que jamás le creería.


Ordenaron salir a todo el mundo, así lo había pedido la muchacha. Muchacha, casi una niña, dieciséis años, empleada de la fábrica, de mirada apagada y fija, manos restregadas contra la falda. Sólo permaneció el personal indispensable y ella, la esposa, parada ahí frente a todos (frente a la muchacha), con los pies casi succionados por el piso, el cuerpo tembloroso y las lágrimas apretadas en la garganta, oyéndolo todo. Platicaba conmigo, me hablaba quedito como mi Papá, yo siempre creí que él era bueno, me prometió que, si hacía el trabajo bien, me la daría de secretaria, y yo necesitaba, señor Juez, así que mandé‚ recado para mí casa y me quedé en la fábrica con la intención de trabajar. Subí a la oficina, comenzó a dictarme, luego se me acercó mucho, quiso meterme mano, pero yo me levanté‚ el me jaló el pelo y me acostó en el piso. Un sollozo rompió la Oficina del Juzgado. Luego, los dictámenes, la sangre en las uñas de la niña, el semen encontrado y parado frente a la esposa, el culpable escurrido en súplicas, en juramentos. El llanto convulso de él. Ella presa en su rigidez: Cuídate. Vendré‚ a verte. Abrazo de ojos ausentes. Odio que nace. Fe perdida.


La primera visita conyugal. Esa puerta gris a sus espaldas, aquellas paredes que parecían cerrarse contra ella, las manos de él en invitación, mientras ella sintió crecer el frío que le parte del vientre para cubrirle el cuerpo hasta que los pies la obligaron a salir. Ábranme. Ábranme. Golpes contra la puerta. Los gritos de él, ecos de la partida. Ya en la calle, una náusea apenas descubierta le golpeó secamente el estómago para volverse angustia. Esa larga angustia recién nacida. Después, las notas en los periódicos. Murmullos en los cafés. El cambio de casa, las niñas a otra escuela.



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