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Ojitos tristes - Carmina Hernández Encarnación

A MIS TRES GRANDES AMORES.

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A mis niños los conocía por los ojos, si los traían entre cerrados o decaídos, seguramente tendrían temperatura, me aprestaba a darles baños de pie, a ponerles alcohol en las corvas, la cual bajaba en un tris. ¿De dónde venía? ¿De la panza o de la garganta?

 

Si era estómago una toma de aceite de oliva, con una pizca de bicarbonato, si el malestar era agudo, pan puerco (una pomada, de venta en la farmacia), una buena frotada en la panza, ¿aún más aguda? Una cataplasma de hojas de col untada de pan puerco, y bicarbonato.

 

Los fajaba bien apretaditos, para que se les saliera el calor que traiban en la barriga. Complementada con un té de manzanilla calientito, y –a dormir se ha dicho –en veces les jalaba el espinazo como se dice: ¡tras, tras¡ Tronaba re bonito.

 

¡Veamos!, –panza no es–, ¿a ver abre la boca? Uff, nomas de verles esos pelotones, la garganta nos muestra semejantes anginas, pues a hacer unas grandes torundas, formando un gran cotonete, un limón a la mitad y el consabido bicarbonato.

 

Mis niños ya se la sabían, pelando ojos, abrían boca lo más que se pudiera, pa´ dentro el cotonete, yo como experta en esos menesteres, llegaba al fondo del asunto, - mis chiquillos se esforzaban en gritar ¡Nooo, mam….! Pues más grande abrían la boca, pus, ¡santo remedio¡

 

Ya siendo muchachos, ellos solos sabían su diagnóstico, y solo pedían la curación, y a seguirle.

 

Ahora adultos, aún sé leer los ojos a mis hijos, ojo caído sin que digan nada, empieza la exploración, ya sus dolencias no son empacho ni anginas. Hay dolencias que no puedo curar, ya no me lo permiten, tan solo puedo entrelazar las manos y orar a lo alto.




Ilustración: Fotografía en Unsplash de Tadeusz Lakota

 


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