Tengo muchos arrepentimientos: chicos, medianos, grandes y enormes. Algunos son aterradores, otros mera nostalgia.
Coexisten arrepentimientos jóvenes con otros casi tan viejos como yo. Incluso es probable que tenga algunos ancestrales. Tanto propios como ajenos que han llegado por su propio pie y sin invitación.
Allí andan, saltando por la casa, recordando, rememorando, reinventando, imaginando miles de futuros. No es posible mover un libro, una taza, una botella, porque saltan fuera de su escondite donde acechaban pacientes, se entregan a mordisquear conciencias con regocijo malsano.
Puede suceder que, al tomar una manzana roja y rozagante del frutero, cual tigre siberiano salte el arrepentimiento bíblico de Eva “debí comerme la manzana yo sola y no compartirla con el chismoso de Adán”
Total, que del susto dejas la manzana en su lugar y del techo te cae el arrepentimiento alimenticio “fibra natural, necesitas fibra natural”.
Como ese par hay muchos, unos se juntan, se juran amor y en pocos días tienen retoños, una prole de arripientitos con los ojos de uno y el cabello del otro “si hubiera llamado a X en vez de ir con Y” seguidos de una vívida serie de imágenes de una vida feliz y exitosa al lado de Y.
Así el arrepentimiento se extiende del pasado al futuro, metamorfosea, le salen alas y garras y dientes filosos. Roen por igual tu estómago que tus pantuflas. No queda más que conformarse a ir con ese agujero en la panza, el dedo asomándose al caminar y el “su hubiera” en la boca.
Ilustración: Fotografía de Priscila Du Preez en Unsplash
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