Tengo la selva en mi DNA. Lo descubrí en un país lejano, una mañana de otoño gris, al despertar mi subconsciente me regalaba imágenes de rayos de sol colándose entre las copas de unos framboyanes majestuosos. Ese verde exuberante y descarado me hacía falta, o más bien me resonaba desde lo más profundo.
Creo que mi mente es un espacio selvático, florece, germina, se desborda como las hojas de los helechos o las ramas de las ceibas. Ese caos armónico reina, simultáneamente vegetal, animal y mineral.
En ese espacio verde esmeralda habitan mis recuerdos, juguetones, como monitos que cuelgan de lianas. Se ponen en movimiento por una imagen, un sonido, una palabra, un lugar, una canción o nada en particular. Se balancean de una rama a otra, Aparecen y desaparecen. Se toman de las manos, uno llama a otro. Celebran con brincos y saltos en grupos diversos.
También habitan en esa jungla, gorilas inmensos, fieros. Cuando aparecen todos los demás corren a esconderse, dominan la escena, se apoderan del espacio. El resto de los habitantes y yo, temblamos, a veces su rugido nos hace llorar.
En tanto los orangutanes miran con sabiduría desde su refugio. No se los nota, se mueven con lentitud, casi estáticos, como estatuas de pelo naranja. Pero cuando los observas, admiras su fuerza, te regocijas en su poderío y gentileza.
Es posible que este grupo alegre, salvaje, incontrolable siga regocijándose en ese espacio arbolado que es mi memoria. Los pobladores más viejos se adentran en la espesura, buscan sitios más calmos para descansar luego de tantos años. Sin embargo, algunos regresan de improviso, convocados por esa nota precisa, sanos y vigorosos como si se hubieran unido ayer.
Aunque temo que un día, esa manada descubra el puente que lleva al exterior y salgan en tropel, sólo porque sí. Entonces las ramas se secarán y sólo se escuchará el viento entre los troncos huecos
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